De acuerdo con una encuesta de Unicef acerca del uso de las TIC en la educación básica, casi el 50% de los docentes en la Argentina trabaja con computadoras en el aula. En la actualidad, la mayoría de las escuelas debaten cómo hacer un mejor uso de la tecnología y, en tiempos en donde los educadores debaten si el celular es un recurso de aprendizaje válido (en este caso, sólo 1 de cada 10 lo utiliza con fines pedagógicos) hay escuelas y padres que se preguntan por el aporte real que estas tecnologías pueden ofrecer a los niños de nivel inicial y primaria.
Aunque parezca contradictorio, entre quienes eligen una educación analógica en plena era digital están los gurús de Silicon Valley. Los creadores y responsables de la tecnología moderna envían a sus hijos a escuelas de pedagogías alternativas como Waldorf o Montessori para alejar a sus hijos de las pantallas, con la esperanza de fomentar en ellos la creatividad, la curiosidad y el pensamiento lateral. Esto tiene estrecha relación con una nota que publicó PISA (Programa para la Evaluación Internacional de Alumnos de la OCDE), en la cual demuestra que las escuelas que han invertido mucho en computadoras y demás dispositivos tecnológicos, no han logrado mejoras significativas en las áreas de lectura, matemáticas y ciencias respecto de las que han invertido menos dinero.
Los estudiantes criados con tecnología acusan a menudo poca predisposición para pensar de forma distinta y resolver problemas. Habilidades como tomar decisiones, la creatividad o la concentración son mucho más importantes que saber manejar un iPad o rellenar una hoja de Excel, sin contar que la tecnología que utilizamos ahora resultará primitiva y obsoleta en el mundo del mañana.
En Argentina, no son pocos los padres que, teniendo los medios económicos, en lugar de elegir una educación tradicional de doble escolaridad, educación bilingüe y digitalizada, para sus hijos, se vuelcan a opciones que se alejan de cada uno de esos estándares. Las escuelas basadas en la pedagogía Montessori, cada uno de los materiales didácticos (en su mayoría realizados en madera) tienen un fin en sí mismo. Hacen trabajos manuales y usan su cuerpo para aprender, lo que les permite desarrollar la observación y un pensamiento creativo y crítico. Tienen una actividades que los motiva más que una pantalla: dibujan, tejen, saltan, cultivan en huertas. La tecnología brilla por su ausencia.
Desde las escuelas de pedagogía alternativas aseguran que la preferencia de la educación analógica frente a una digital no es dogmática, sino metodológica. La pregunta clave que se hacen como educadores y que hay que hacerse como padres es si estos dispositivos tecnológicos de entretenimiento y comunicación ayudan o no al niño en su desarrollo y, la respuesta en la mayoría de los casos es «no». El problema no es el aparato, sino los contenidos. Hay dibujos animados que son violentos, que los alejan de la realidad y que no les aportan nada. Pero aún los que son meramente educativos, tampoco aportan porque en la educación Montessori no se concibe el aprendizaje sin movimiento, se prioriza la experiencia directa. Que estén una hora quietos, mirando y escuchando, sin ningún tipo de experiencia ni utilizando el resto de los sentidos no es un aprendizaje. El niño necesita moverse para aprender y todo lo que se lo impide es dañino. Es como tenerlo atado, no físicamente sino psicológicamente.
No niegan la tecnología, pero parten de la base de que se aprende haciendo. Primero hay que aprender a usar el propio instrumento, que es el cuerpo y que la tecnología se incorpore en el momento adecuado, cuando el yo está formado para usarla, que es a partir de los 14 años, es decir, ya en el secundario. En ese momento el chico puede recurrir a ella, entre tantas otras, sin que interfiera en sus habilidades naturales. Antes de esa edad se desaconseja. Sin un yo formado, caer en la virtualidad o la abstracción de la tecnología no es conveniente.
Cierto es que, con la tecnología casi todo viene prácticamene servido «en bandeja», no invita a descubrir nada, es más pasiva. Tanto en jardín como en primaria, los chicos se encuentran en un período de pensamiento concreto y deductivo y la tecnología es meramente abstracta, por lo tanto no aporta mucho a su desarrollo.
No ser extremistas
Para no caer en un extremo o en otro, la realidad es que lo ideal es buscar un balance, un equilibrio entre esta era digital y lo analógico. Los niños que aprenden a través del juego en relación con con un otro aprenden a leer el vocabulario corporal, a manejar la frustración porque no pueden abandonar un juego a la mitad, como pasa cuando pierden en la tablet. A medida que crecen está bien que se familiaricen con la tecnología, aunque tiene la desventaja de que genera un grado mayor de ansiedad. El desafío de las escuelas y las familias no es restringir al máximo el uso de la tecnología sino buscarle la manera de aprovecharla para fortalecer el capital educativo y cultural de los chicos. En lugar de criticarla, se debería valorar ya que, existen un montón de realidades a las que no se puede acceder de manera directa. Internet aporta donde no se puede acceder a través de la observación in situ. Tiene que estar la experiencia directa y también la utilización de Internet. No es verdad que la tablet es un aprendizaje pasivo: el chico entra a sitios y se hace preguntas, accede a lugares que despiertan su curiosidad. Obviamente hay que consensuar tiempos y usos dentro de la escuela y la familia.